Cuando parecía que el nombre de Ricardo Roa ya había tocado fondo en el fango de la controversia, un nuevo escándalo lo pone otra vez bajo los reflectores de la sospecha. El presidente de Ecopetrol, quien ya es investigado por presuntos manejos irregulares de dinero durante la campaña presidencial de Gustavo Petro, enfrenta ahora una denuncia aún más inquietante: la de haber mandado a interceptar comunicaciones de al menos 70 altos funcionarios de la petrolera estatal. No se trata de una simple fuga de información, sino de un presunto montaje de espionaje corporativo con ribetes de película de intriga.
La revelación la hicieron los diarios El Tiempo y Semana, que accedieron a documentos confidenciales del interior de Ecopetrol. Allí, según sus informes, se expone que Roa firmó un contrato de 5,8 millones de dólares con la firma estadounidense Covington & Burling LLP. El objetivo aparente era medir el impacto reputacional de sus escándalos personales en los mercados internacionales. Pero en la letra final del acuerdo se hallaría la verdadera intención: retener y examinar correos, documentos y dispositivos electrónicos de ejecutivos clave, incluso en filiales como Hocol y Cenit.
La maniobra, ejecutada bajo un velo de legalidad empresarial, tiene elementos que inquietan profundamente: una cláusula confidencial que impedía divulgar el contrato sin autorización del director de cumplimiento, Alberto José Vergara Monterrosa, quien firmó un otrosí el 26 de diciembre, en plena época navideña. La fecha no es un detalle menor: sugiere la intención de esconder la operación bajo el bullicio de las festividades, lejos de los focos mediáticos y del escrutinio institucional.
El documento contractual contenía, además, una instrucción precisa: “retener, sin alterar ni destruir, cualquier tipo de información relacionada con los funcionarios señalados”. En otras palabras, una orden velada para espiar sin levantar sospechas, y sin dejar rastros. El lenguaje, cuidadosamente ambiguo, protegía a los firmantes detrás del ropaje de un análisis de riesgo reputacional, pero lo que se habría activado fue una operación de vigilancia interna sin precedentes.
Ante el escándalo, Roa ha salido a decir que él también fue “víctima” del procedimiento. Se desmarca, se desvincula, se dice ajeno a la decisión. Pero las voces dentro de Ecopetrol lo contradicen. Miembros de la junta directiva y funcionarios al interior de la compañía aseguran que el movimiento llevó su firma, su conocimiento y, en muchos casos, su respaldo directo. Si no fue el autor intelectual, al menos fue su principal beneficiario.
Esta crisis llega en un momento especialmente delicado para Ecopetrol, que no solo carga con las tensiones del mercado energético global, sino con una creciente percepción de politización interna. El caso Roa no es solo un problema de ética empresarial; es un síntoma de una cultura de poder que parece confundir lo público con lo privado, lo institucional con lo partidista. Y en ese terreno, la confianza se erosiona con la velocidad de una fuga de petróleo en altamar.
Lo que viene es un nuevo capítulo judicial y político, donde el Congreso, la Fiscalía y la propia presidencia deberán responder ante un país que exige explicaciones. ¿Se usaron recursos públicos para espiar empleados? ¿Quién autorizó el contrato? ¿Quién protege a Roa? Las preguntas son tan incómodas como urgentes. Porque en Colombia, donde tantas veces la verdad ha sido víctima del silencio cómplice, no se puede permitir que la mayor empresa estatal termine siendo escenario de una novela de espionaje al servicio del poder.