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Martes, 29 de Abril de 2025

Redadas, miedo y poder: la otra noche americana

Una redada masiva, más de 100 arrestos, imágenes de caos y miedo en la oscuridad de una discoteca clandestina en Colorado. Así comienza otro capítulo de la política migratoria del expresidente y actual candidato Donald Trump, quien ha reactivado su cruzada contra los migrantes irregulares con la precisión de una maquinaria electoral. No se trata solo de seguridad, ni siquiera de legalidad: lo que está en juego es la narrativa del poder en tiempos de polarización.

En la operación participaron agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y de la DEA, quienes irrumpieron con armas largas en el recinto, señalando a los presentes, ordenando que levantaran las manos, como si se tratara de una escena de película. Pero era real. Muy real. Según los reportes oficiales, el lugar estaba vinculado a bandas como el Tren de Aragua y la MS-13, organizaciones que Trump ha calificado como “terroristas” y cuya mención dispara en automático el respaldo de sus bases más duras.

La redada ha generado indignación en sectores humanitarios y gobiernos extranjeros. Entre los detenidos figuran cinco mexicanos, lo que obligó a la presidenta Claudia Sheinbaum a pronunciarse con firmeza: “No estamos de acuerdo, y vamos a apoyar a nuestros connacionales”. Un mensaje diplomático, pero que revela el punto de tensión en el que se encuentra la relación bilateral, en medio de campañas cargadas de nacionalismo y discursos de exclusión.

Para Trump, cada migrante irregular es un símbolo de “la amenaza” que, según él, descompone la nación. En su red Truth Social celebró la redada y la describió como un acto de justicia contra “algunas de las peores personas que se encuentran ilegalmente” en el país. Poco le importa si en esa redada también cayeron personas que no portaban armas ni drogas, o si, como denuncian organismos de derechos humanos, se deportaron incluso niños ciudadanos estadounidenses junto a sus madres indocumentadas.

El caso de Kilmar Abrego García, un salvadoreño con estatuto de protección que fue deportado pese a sus derechos legales, ilustra el tipo de atropello que la política migratoria de mano dura puede producir. Y no es un hecho aislado. Desde el retorno de Trump al escenario político, el enfoque ha sido claro: convertir al migrante en el chivo expiatorio del malestar social estadounidense. Así, se refuerzan muros —físicos y simbólicos— y se alimenta el miedo como capital electoral.

La legalidad, por supuesto, es parte del debate. Nadie discute que los Estados tienen derecho a controlar sus fronteras. Pero sí se discute —y se debe discutir— la manera en que se ejerce ese control. ¿Con respeto a los derechos humanos, o con operativos espectaculares destinados más a la televisión que a la justicia? ¿Con jueces independientes o con una lógica de castigo colectivo, sin debido proceso? Lo que está ocurriendo en Estados Unidos desafía el modelo democrático que una vez pretendió exportar al mundo.

Lo que también deja esta redada es una postal sombría del cruce entre migración, narcotráfico y militarización de la vida cotidiana. Que miembros del ejército estadounidense fueran hallados en el club, ya sea como clientes o como seguridad, añade un matiz perturbador. ¿Dónde empieza y dónde termina la línea entre legalidad y complicidad? ¿Quién protege a quién en esta guerra sin uniforme?

Mientras tanto, cientos de familias viven el drama en silencio. Algunos han perdido contacto con sus seres queridos, otros temen que cualquier noche sea la suya. Y aunque se detenga a los verdaderos criminales, lo que queda es una herida abierta en el tejido humano de las Américas. Porque no hay democracia plena donde el miedo es política de Estado. Y porque no se construye seguridad con violencia legalizada, sino con justicia que incluya.

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