La medianoche del miércoles trajo consigo un silencio que retumba. Con la firma del almirante Francisco Cubides, comandante de las Fuerzas Militares, comenzó a regir el acuartelamiento en primer grado en todo el territorio nacional. Una orden que no es menor y que suele reservarse para momentos de excepcionalidad. Esta vez, la razón es el paro nacional convocado por las centrales obreras en respaldo a la consulta popular que impulsaba el gobierno Petro y que naufragó en el Senado. La tensión no solo se respira en las calles: también se mide en la disciplina y la disponibilidad total de los hombres en uniforme.
El acuartelamiento en primer grado es una figura que obliga a todos los miembros del Ejército Nacional, la Armada y la Fuerza Aeroespacial Colombiana a estar listos para cualquier requerimiento inmediato. Es, en esencia, un llamado a la máxima alerta. Según el documento emitido por el alto mando, la medida no tiene fecha de finalización y se mantendrá hasta nueva orden. No se trata de una simple precaución logística; es una respuesta clara al clima de incertidumbre que rodea las manifestaciones convocadas para los días 28 y 29 de mayo.
Las razones de esta movilización social son múltiples, pero tienen un punto en común: la sensación de una reforma pendiente. Tras el hundimiento de la consulta popular impulsada por el Ejecutivo, las centrales obreras decidieron tomar las calles como forma de presión política. Aunque el paro fue convocado en nombre de los derechos laborales y el respaldo a las reformas sociales, el trasfondo es más profundo: hay una fractura entre el gobierno y el Congreso, y esa grieta se extiende hacia las bases sociales.
Desde el Ejecutivo se insiste en el carácter pacífico de las movilizaciones y en su legitimidad democrática. No obstante, la historia reciente de Colombia obliga a las autoridades a mirar más allá de los discursos. Las protestas de años anteriores dejaron una huella de enfrentamientos, vandalismo y represión que aún resuena. Por eso, la orden de acuartelamiento no solo es una estrategia de prevención: es un reflejo de la desconfianza estructural entre la ciudadanía movilizada y las instituciones armadas del Estado.
En este contexto, proteger la infraestructura crítica del país —vías, sedes gubernamentales, estaciones eléctricas y redes de transporte— se convierte en una prioridad operativa. La orden castrense también menciona el objetivo de mantener una “inteligencia dominante”, un concepto que implica monitoreo constante, anticipación y capacidad de respuesta ante posibles actos de violencia o sabotaje. En otras palabras, no se quiere repetir el caos de otros paros nacionales, cuando la línea entre protesta y disturbio se volvió borrosa.
Pero no todo es seguridad física. Este momento revela una profunda pugna simbólica: mientras desde los sindicatos se alza la voz en nombre de la justicia social, desde los cuarteles se responde en nombre del orden y la estabilidad. Ambos lados se perciben imprescindibles para la democracia, pero rara vez logran encontrarse en un terreno común. La paradoja es que, en un país en el que marchar es un derecho constitucional, prepararse militarmente para esas marchas se ha vuelto una rutina.
La medida de acuartelamiento también abre preguntas inevitables sobre la relación entre las Fuerzas Militares y el gobierno actual. Si bien no hay señales de desobediencia, el despliegue de tropas en modo preventivo durante un paro promovido por sectores aliados al Ejecutivo muestra la delgada línea que separa la obediencia institucional del cálculo político. En tiempos de crispación, las lecturas se multiplican y los silencios pesan tanto como los comunicados oficiales.
Al final, lo que queda es una sensación de déjà vu: un país que, a pesar de las nuevas caras en el poder, vuelve a enfrentar sus tensiones con las mismas herramientas de siempre. Acuartelamiento, paro, reformas estancadas y una ciudadanía dividida. La historia no se repite, dicen, pero en Colombia a veces rima demasiado.