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Miércoles, 21 de Mayo de 2025

La última casa del Parque Lleras: la batalla silenciosa de una familia contra el olvido urbano

En medio del bullicio nocturno del Parque Lleras, entre bares con música estridente, turistas de paso y promesas efímeras de diversión, resiste una casa. Es la última. No queda otra vivienda familiar en pie en esta zona de El Poblado, en Medellín, que alguna vez fue símbolo de elegancia y vida de barrio. La familia Salazar Góez habita ese espacio con la obstinación de quienes no quieren ceder al vértigo del mercado ni al silencio de la nostalgia.

Gabriel Jaime Salazar, su rostro surcado por los años y las memorias, es el guardián de una casa con más de 90 años de historia. A los 70 años, ha sido testigo del auge y del deterioro del Lleras, de las tertulias familiares a los operativos policiales, de las risas de vecindario a las madrugadas interrumpidas por la prostitución y el comercio de drogas. “Sobreviví a tres atentados aquí, pero lo que me asusta de verdad es que me obliguen a irse”, confiesa.

La vivienda, un pequeño palacio republicano en la carrera 37A con 8-21, fue adquirida por su padre en los años 30, cuando el Banco Central Hipotecario ofrecía terrenos sobre planos. Por entonces, El Poblado era un barrio emergente de clase media profesional, con árboles generosos y calles tranquilas. Hoy, ese entorno ha sido reemplazado por una jungla de concreto, alcohol y luces LED, donde cada metro cuadrado es codiciado por inversionistas extranjeros.

Lo que alguna vez fue un entorno residencial se ha transformado en epicentro turístico, donde las casas han sido convertidas en hostales boutique, bares y apartamentos para alquiler temporal. En muchos casos, los precios se fijan en dólares y los contratos se negocian por aplicaciones. La lógica del mercado ha sido implacable: a mayor rentabilidad, menor espacio para las familias. El Lleras ya no es barrio, es negocio.

En ese contexto, la presencia de la familia Salazar no es solo una rareza, sino una especie de resistencia pasiva, una trinchera emocional frente a la gentrificación. Cada rincón de la casa guarda una historia: el comedor donde se celebraban los cumpleaños, la terraza donde su padre leía la prensa, la entrada donde los vecinos se sentaban a conversar. Todo eso ha sido reemplazado, afuera, por una ciudad que ya no los reconoce.

El Estado, entre tanto, ha sido más espectador que actor. Las normativas urbanas han cedido ante los intereses comerciales, y la planeación del espacio ha privilegiado el desarrollo económico sobre la vida comunitaria. El resultado es una zona donde los turistas son bienvenidos, pero los residentes permanentes, como Gabriel Jaime, son vistos como obstáculos para el “progreso”. Una paradoja que no deja de doler.

La pregunta es: ¿qué ciudad estamos construyendo cuando ya no queda espacio para quienes la habitaron y le dieron identidad? El Parque Lleras se convirtió en una marca, pero en el camino perdió su alma. Gabriel Jaime no es solo un vecino más: es un símbolo de lo que Medellín fue y de lo que aún podría ser si el desarrollo se pensara con humanidad y memoria.

Por ahora, él permanece, con la esperanza —cada vez más frágil— de que la casa que vio crecer a generaciones no sea vencida por la codicia ni por el olvido. Resiste en silencio, como una grieta en el discurso del desarrollo, como una promesa que aún no se quiere romper.

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