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Jueves, 29 de Mayo de 2025

Juicio a Álvaro Uribe: entre el relato judicial y la narrativa política

En el centro de una sala judicial, entre códigos y micrófonos, se libra una de las batallas más complejas de la historia reciente del país. Álvaro Uribe Vélez, dos veces presidente y figura omnipresente del escenario político colombiano, enfrenta un proceso que pone a prueba no solo su legado, sino también los cimientos de la justicia en tiempos de polarización. El juicio avanza con declaraciones que parecen calcadas: varios testigos afirman que el senador Iván Cepeda les ofreció beneficios a cambio de declarar contra el exmandatario. La defensa, naturalmente, se aferra a esta narrativa como una tabla de salvación.

El expediente no es nuevo ni sencillo. Remonta al año 2011, cuando Uribe, entonces fuera del poder, denunció que Cepeda, congresista del Polo Democrático, habría visitado cárceles para construir un caso en su contra. Pero el giro del destino fue inapelable: la Corte Suprema, en lugar de abrir una investigación contra Cepeda, archivó la denuncia y terminó investigando al propio Uribe. Desde entonces, el caso se convirtió en un espejo deformante de la política nacional, donde víctima y victimario se alternan los roles según el ángulo del observador.

Hoy, más de una década después, el proceso se ha vuelto una suerte de oráculo jurídico. ¿Quién manipuló a quién? ¿Fue Uribe el blanco de una operación encubierta para destruir su imagen, o fue el artífice de un aparato de falsos testimonios para salvarse del pasado? En el fondo, lo que se discute en los estrados no es únicamente la culpabilidad o inocencia de un individuo, sino la batalla por el control del relato histórico.

De los 77 testigos convocados por la defensa, más de 30 ya han rendido testimonio. Muchos de ellos, sin ambages, han declarado que nunca recibieron instrucciones del expresidente para mentir o buscar beneficios indebidos. Otros, sin embargo, han puesto sobre la mesa una nueva versión, en la que el acusado se convierte nuevamente en denunciante. Según ellos, fue Cepeda quien habría ofrecido prebendas, un giro argumental que reaviva la teoría de un montaje político-judicial.

Uribe, que ha hecho del juicio un acto público de contrición y reafirmación, no oculta su indignación, pero tampoco su estrategia. A cada testigo que lo favorece le agradece con solemnidad, casi como si recitara una plegaria. “Qué pena con usted tener que ponerlo en esta situación”, ha repetido más de una vez, en una suerte de liturgia judicial que busca lavar culpas propias y ajenas. No es solo una defensa jurídica: es una cruzada moral y mediática.

Mientras tanto, el país asiste como público dividido. Para algunos, ver a Uribe en el banquillo es una victoria de la justicia sobre los poderosos. Para otros, es la culminación de una vendetta política disfrazada de legalidad. Lo cierto es que el juicio se ha convertido en un fenómeno cultural: hay quienes, con ironía, han programado sus mañanas como si siguieran una telenovela nacional. “No me llame, que estoy viendo el juicio”, bromean algunos en redes sociales.

Pero detrás del espectáculo mediático y de la pugna partidista, se juega algo mucho más serio: la credibilidad del sistema judicial. Si el proceso termina sin esclarecer si hubo o no manipulación, cualquiera sea el lado, el daño será doble. No solo quedará una sombra sobre Uribe o Cepeda, sino sobre la propia idea de justicia como herramienta imparcial y ciega frente al poder.

A fin de cuentas, el caso no es únicamente sobre quién ofreció qué o quién dijo qué cosa. Es sobre cómo un país resuelve sus diferencias cuando la verdad parece moldearse al ritmo de las conveniencias. Y sobre si estamos preparados para aceptar una sentencia, sea cual sea, sin que ello se convierta en la chispa de un nuevo incendio político. Porque, aunque se juzga a un hombre, lo que realmente está en juego es la forma en que la nación se cuenta a sí misma.

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