En medio del pulso nacional por la reforma a la justicia, el presidente Gustavo Petro volvió a encender el debate con una declaración que, como es costumbre en su estilo, mezcla audacia política con provocación conceptual. Esta vez, el mandatario propuso una idea que ha generado polémica en redes y en los pasillos del Congreso: otorgar una suerte de “indulgencia” a ladrones de celulares que devuelvan el objeto hurtado. Lo planteó como un ejemplo de un modelo de justicia restaurativa, que según él, debería ser el eje del sistema penal colombiano.
Durante un Consejo de Ministros, Petro se refirió a su visión de una justicia que priorice la reparación a la víctima sobre el castigo al victimario. “Un ladrón se robó un celular, pero el ladrón devuelve el celular, entonces tiene una indulgencia”, afirmó. Para el jefe de Estado, la clave no está en llenar más cárceles, sino en encontrar salidas que permitan sanar el daño desde la raíz. “Lo primero es que se restaure a la víctima”, insistió, apelando a una noción que ha inspirado modelos de justicia transicional como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
La propuesta no tardó en dividir opiniones. Para algunos sectores, es una muestra de sensatez y de enfoque moderno: reducir el hacinamiento carcelario, descongestionar juzgados y centrar la justicia en la reparación. Para otros, es una señal de permisividad, una puerta abierta a la impunidad. ¿Cómo puede hablarse de indulgencia para quien comete un delito que, aunque menor frente a otros crímenes, impacta la seguridad cotidiana de millones? En calles donde el robo de celulares es pan de cada día, la palabra “indulgencia” suena a burla para muchos ciudadanos.
Petro defendió su tesis usando un ejemplo icónico: el caso de Daneidy Barrera, más conocida como ‘Epa Colombia’, quien fue condenada por vandalismo, pero luego emprendió una ruta de reparación y reconciliación con la sociedad. “Si ella restauró, yo supongo que la ley le debe servir, ¿cierto?”, dijo el mandatario, sugiriendo que los actos de enmienda deben tener efectos jurídicos concretos. En otras palabras, que la justicia no se limite a castigar, sino que ofrezca un camino de retorno al tejido social.
Detrás de estas declaraciones está el contexto político: la aprobación en la Cámara de Representantes de la reforma a la justicia, un proyecto ambicioso impulsado conjuntamente por el Gobierno, la Corte Suprema y la Fiscalía. La iniciativa busca descongestionar cárceles y juzgados, ampliar las condenas alternativas y ofrecer reducciones de penas para ciertos delitos. En ese marco, las palabras de Petro aparecen menos como una ocurrencia aislada y más como un ensayo retórico para posicionar su idea de justicia frente a la opinión pública.
No obstante, el terreno es delicado. Colombia arrastra una desconfianza histórica hacia el sistema judicial. En un país donde la impunidad campea y el ciudadano de a pie se siente desprotegido frente a la delincuencia común, hablar de indulgencia es caminar sobre vidrio. ¿Cómo garantizar que el mensaje no se interprete como una invitación al delito con descuento? ¿Dónde queda el disuasivo del castigo? ¿Y qué pasa con las víctimas que no quieren solo su celular de vuelta, sino una sanción ejemplar para quien vulnera su seguridad?
La propuesta de Petro, más allá del escándalo inicial, abre una discusión que Colombia tarde o temprano debía dar: ¿cómo configurar una justicia que castiga sin reparar, y que muchas veces ni siquiera castiga? Pero también deja al Gobierno frente a un reto mayúsculo: demostrar que la justicia restaurativa no es sinónimo de debilidad del Estado, sino una expresión más inteligente y humana del poder. Para eso, más que discursos, se necesitará diseño, rigor y voluntad política. Porque una cosa es hablar de indulgencia en abstracto, y otra muy distinta es aplicarla sin que la calle pierda la fe.