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Lunes, 28 de Abril de 2025

El último gesto: el Papa Francisco y la despedida que desafió el protocolo

En la inmensidad de la basílica de San Pedro, donde la historia y la fe se entrelazan con el mármol y el incienso, reposa el cuerpo del Papa Francisco, un pontífice que marcó una era con su humanidad desbordante y su inquebrantable opción por los marginados. El primer día de su capilla ardiente fue más que un homenaje: fue un acto colectivo de agradecimiento. Miles de fieles, de todas partes del mundo, desfilaron con el alma conmovida, dejando oraciones, lágrimas y silencios reverentes ante quien fue, más que un líder religioso, una voz de esperanza para los olvidados.

En medio de ese desfile contenido por la solemnidad, una escena inesperada rompió el protocolo y, con ello, capturó la esencia del pontificado de Francisco. Sor Geneviève Jeanningros, una monja francesa de 81 años, no se conformó con unos segundos frente al féretro. Se quedó, inmóvil, a pocos centímetros del cuerpo del pontífice, con la naturalidad de quien acompaña a un ser querido, no a una figura de Estado. Nadie —ni gendarmes ni cardenales— osó interrumpirla. Y en ese silencio respetuoso, la liturgia del poder se rindió ante la liturgia del afecto.

La historia de sor Geneviève no es menor. Sobrina de Léonie Duquet, una de las monjas desaparecidas durante la dictadura argentina y mártir de la memoria latinoamericana, su vida se ha tejido con hilos de entrega radical. Amiga íntima de Jorge Mario Bergoglio desde sus tiempos en Buenos Aires, fue para él una “enfant terrible”, no por rebeldía caprichosa, sino por su constante desafío a las estructuras que excluyen. Su presencia junto al féretro no fue un gesto simbólico: fue una declaración de coherencia, una imagen que dijo más que cualquier discurso de funeral.

En sus 56 años de vida religiosa, sor Geneviève ha hecho de las calles de Roma su convento. Se ha consagrado a las causas que Francisco abrazó con ternura y firmeza: los pobres, los marginados, los que no caben en los moldes tradicionales de la Iglesia. Su trabajo con mujeres trans y feriantes del barrio de Ostia no solo desafió prejuicios; reivindicó el Evangelio como gesto concreto de inclusión.

Que fuera ella quien acompañará en silencio el cuerpo de Francisco mientras miles pasaban en segundos, es más que una anécdota. Es la metáfora perfecta de un papado que rompió moldes sin romper la fe. De un Papa que eligió llamarse Francisco no por casualidad, sino como promesa de humildad, cercanía y reforma.

Durante las más de doce horas que duró la primera jornada de homenaje, Roma fue escenario de un duelo global. Pero también de una celebración de vida. La vida de un hombre que desde su primera aparición en el balcón de San Pedro, pidiendo humildemente que rezaran por él, dejó claro que no venía a reinar, sino a servir. Hoy, ese servicio es recordado en la fila inacabable de fieles que, al despedirse, llevan en el corazón una parte de su legado.

En los días que restan de capilla ardiente, antes del funeral oficial, quizá no haya otra imagen tan potente como la de esa religiosa anciana, sentada junto al cuerpo de su amigo. Porque en ella no sólo reposa el dolor, sino también el testimonio de una vida vivida al margen de los reflectores, pero siempre en el centro del Evangelio.

Así se despide al Papa Francisco: con lágrimas discretas, con silencios que gritan gratitud, y con gestos que, como el de sor Geneviève, nos recuerdan que la grandeza de los hombres se mide en los pequeños actos de amor sin condiciones.

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