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Martes, 13 de Mayo de 2025

El asilo de Martinelli: una fiesta que incomoda

Ricardo Martinelli, el expresidente panameño condenado por corrupción y señalado por múltiples procesos judiciales en su país, ha encontrado en Bogotá un nuevo escenario: no el de la justicia, sino el de la celebración. Desde su llegada a la capital colombiana el pasado 10 de mayo, tras recibir asilo político por parte del Gobierno de Gustavo Petro, el exmandatario ha estado en modo festivo, compartiendo videos, agradecimientos y frases grandilocuentes que mezclan política, gratitud y una buena dosis de música tropical.

No es para menos, al menos desde su punto de vista. Martinelli pasó casi un año encerrado en la embajada de Panamá en Nicaragua, aferrado a un discurso de persecución política que encontró eco —y acogida— en la Cancillería colombiana. A través de un comunicado, el Gobierno justificó la decisión alegando “la tradición humanista de Colombia” y el principio pro persona. Pero esa narrativa, si bien legalmente sustentable, ha desatado una tormenta ética y diplomática.

Colombia ha sido históricamente refugio de perseguidos políticos, sí. Pero también ha sido un país que ha intentado fortalecer su compromiso con la lucha contra la corrupción. Conceder asilo a un exmandatario condenado —no procesado, condenado— por delitos de lavado de dinero, en medio de escándalos de dimensiones continentales, abre un flanco incómodo: ¿hasta qué punto el principio de protección de derechos humanos puede cobijar a quien ha sido hallado culpable por prácticas que erosionan los pilares de la democracia?

Las imágenes de Martinelli celebrando en redes sociales no sólo contrastan con el perfil reservado que suelen mantener los asilados, sino que irritan a sectores que ven en este episodio un retroceso diplomático. “Aquí estoy yo, feliz y contento, vamos a gozar la vida”, dice el exmandatario mientras su país de origen lo reclama como prófugo. La frase suena más a burla que a testimonio de víctima. En política exterior, las formas importan, y las formas de Martinelli, claramente, son de provocación.

La Cancillería colombiana, hasta el momento, guarda silencio frente a los cuestionamientos. Pero el mensaje enviado es claro: en este gobierno, el criterio de persecución política puede incluir a figuras judicialmente cuestionadas si su narrativa es convincente y si sus aliados —explícitos o no— tienen acceso al poder adecuado. En un contexto regional donde las democracias se debaten entre el autoritarismo emergente y la debilidad institucional, ese tipo de gestos no son inocuos.

En Panamá, la noticia cayó como una bomba. El país atraviesa una etapa de recomposición democrática, con nuevos liderazgos intentando distanciarse de las prácticas del pasado. La presencia libre y festiva de Martinelli en Bogotá socava ese esfuerzo y envía un mensaje ambiguo a la región: que el poder, incluso cuando cae, siempre encuentra un nuevo lugar donde acomodarse.

A nivel interno, el Gobierno Petro también arriesga capital político. En momentos en que predica una agenda anticorrupción y de justicia social, ofrecer refugio a un político condenado —por muy perseguido que se declare— siembra dudas sobre la coherencia de sus principios. La diplomacia humanista no puede ser selectiva, y menos aún, funcional al discurso del perseguido cuando hay sentencias firmes de por medio.

En el fondo, la historia de Martinelli en Colombia no es solo la de un asilo polémico. Es también un espejo que refleja las tensiones entre derechos humanos, justicia internacional y conveniencia política. Hoy, el expresidente panameño baila en Bogotá. Pero su celebración deja muchas preguntas en el aire —y no todas tienen ritmo caribeño.

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