En una jugada que busca diversificar sus alianzas económicas pero que ha desatado tensiones con su socio histórico, Colombia formalizó su adhesión a la Iniciativa de la Franja y la Ruta —mejor conocida como la Ruta de la Seda—, el ambicioso proyecto chino que busca ampliar su influencia comercial a nivel global. Aunque desde el Ministerio de Comercio se asegura que se trata de un acuerdo no vinculante, el ruido diplomático no se ha hecho esperar. Washington ha reaccionado con dureza, cuestionando la conveniencia de aceptar inversiones asiáticas en suelo colombiano bajo el paraguas de esta estrategia global.
La advertencia provino directamente de la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental de Estados Unidos, que anunció su intención de bloquear futuros desembolsos de organismos multilaterales, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), destinados a financiar proyectos chinos en Colombia. La razón esgrimida: proteger los intereses de seguridad regional y evitar que fondos internacionales, con participación estadounidense, terminen subsidiando el avance geopolítico del gigante asiático.
Colombia se encuentra así en medio de una disputa global por la hegemonía económica, donde las decisiones que se tomen hoy pueden marcar el rumbo del país durante las próximas décadas. Mientras China ofrece inversión, infraestructura y transferencia tecnológica, Estados Unidos deja claro que no tolerará lo que considera una intromisión en su zona de influencia natural. La tensión es palpable y la diplomacia colombiana deberá caminar con pies de plomo para no convertirse en daño colateral de una guerra que no ha elegido.
Javier Díaz, presidente de Analdex, lo dijo sin rodeos durante el reciente Congreso Internacional de Logística en Cartagena: “No era el momento”. Según Díaz, la decisión de firmar este entendimiento con China se tomó sin medir correctamente las consecuencias geoeconómicas, especialmente en un momento de alta sensibilidad comercial entre Washington y Pekín. Y aunque no se trata de un tratado formal, el mensaje enviado a Estados Unidos fue más fuerte de lo que el país podía permitirse.
Los efectos ya comienzan a manifestarse. Aún no se resuelve el impasse comercial que mantiene estancadas las conversaciones para eliminar el arancel del 10 % que grava productos colombianos en el mercado estadounidense. Desde la perspectiva de algunos analistas, el acercamiento con China podría costarle al país posiciones estratégicas en sectores clave como flores, café y banano, donde compite directamente con naciones que ahora podrían tener un trato preferencial de parte de EE. UU.
Más allá de la coyuntura, el debate de fondo es sobre soberanía y pragmatismo. ¿Tiene Colombia el derecho de diversificar sus alianzas sin pedir permiso? Sin duda. ¿Puede hacerlo sin provocar fisuras en su relación con la primera potencia del mundo? Ahí está el reto. Porque si bien la cooperación con China puede traer beneficios en infraestructura y tecnología, el costo diplomático podría ser alto si no se gestiona con la debida astucia.
Estados Unidos, por su parte, enfrenta el desafío de redefinir su relación con América Latina en un mundo donde ya no es el único actor con capacidad de inversión. Las reacciones duras, como las anunciadas esta semana, podrían terminar debilitando más su influencia si no van acompañadas de alternativas reales para el desarrollo regional. La competencia con China no se gana con advertencias, sino con propuestas que igualen —o superen— lo que Beijing pone sobre la mesa.
Colombia, entonces, no solo debe decidir con quién quiere bailar, sino cómo hacerlo sin pisarle los pies a su viejo socio ni depender ciegamente del nuevo. En medio de esta pugna de titanes, la inteligencia diplomática será tan importante como la atracción de capitales. La Ruta de la Seda ya está en marcha, pero aún está por definirse si Colombia tomará las riendas del viaje o si será arrastrada por sus consecuencias.