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Miércoles, 14 de Mayo de 2025

China en Colombia: ¿alianza estratégica o nuevo capítulo de dependencia?

La geopolítica del siglo XXI se escribe con infraestructura, préstamos y alianzas estratégicas. Lo ha entendido China como ningún otro actor global, y Colombia acaba de sellar su adhesión oficial a esa narrativa al entrar formalmente en la Iniciativa de la Franja y la Ruta, más conocida como la Nueva Ruta de la Seda. El anuncio hecho por el presidente Gustavo Petro durante su visita a Pekín no es solo una formalidad diplomática: es la confirmación de un viraje en la política exterior que traerá consigo oportunidades, tensiones y un reacomodo de intereses en la región.

La presencia del gigante asiático en Colombia no es nueva, pero ahora adquiere un carácter más estructurado. El metro de Bogotá —el mayor proyecto de infraestructura del país— es construido por capital chino. Lo mismo ocurre con la autopista que conectará a Medellín con Urabá, una arteria clave para la competitividad del país. A esto se suman inversiones en minería, como la operación de la firma Zijin Mining en el Bajo Cauca antioqueño, y la presencia comercial de marcas como Mínimo. El mensaje es claro: China no está improvisando en su estrategia latinoamericana.

Lo que sí resulta novedoso es el marco político e ideológico que rodea esta nueva etapa. En la Cuarta Reunión Ministerial del Foro China-Celac, el presidente Xi Jinping anunció una línea de créditos por 9.200 millones de dólares para América Latina y el Caribe, y pidió explícitamente a los países de la región “rechazar las injerencias externas”, en una frase que muchos interpretan como un dardo en dirección a Washington. El escenario global, marcado por una rivalidad cada vez más abierta entre Estados Unidos y China, coloca a Colombia en una posición estratégica, pero también incómoda.

Desde el gobierno se ha insistido en que este acercamiento busca diversificar relaciones exteriores, aprovechar nuevas fuentes de financiamiento y fomentar una cooperación basada en respeto mutuo. Pero las preguntas no se han hecho esperar: ¿hasta qué punto estos créditos y megaproyectos condicionan la soberanía económica del país? ¿Qué garantías existen de que las inversiones chinas se ajusten a los estándares laborales, ambientales y sociales colombianos?

El caso de otras naciones que ingresaron hace años a la Ruta de la Seda —como Sri Lanka, Montenegro o Ecuador— ofrece lecciones que conviene no ignorar. Allí, los proyectos financiados por China se tradujeron en obras sin control, sobrecostos y, en algunos casos, en la entrega de activos estratégicos ante la imposibilidad de pago. Colombia, cuya capacidad fiscal y técnica aún presenta grietas, deberá blindarse institucionalmente para que el entusiasmo no se convierta en dependencia.

Dicho esto, sería miope reducir la presencia de China a una amenaza. Lo cierto es que el país necesita inversión en infraestructura, tecnología y transición energética, áreas en las que el capital chino ya ha demostrado músculo. Si se logra una articulación clara entre desarrollo nacional y los intereses del socio asiático, la alianza podría derivar en beneficios tangibles para las regiones más rezagadas, donde el Estado ha sido históricamente débil o ausente.

La clave estará en el tipo de relación que Colombia quiera construir. ¿Será una cooperación de pares o una subordinación de necesidades? La entrada a la Ruta de la Seda debe ir acompañada de una estrategia nacional que priorice el interés público, fortalezca la supervisión de los contratos y establezca mecanismos de rendición de cuentas, sin importar el origen del dinero.

Colombia está ante una oportunidad histórica, pero también ante una encrucijada. La infraestructura que se construya hoy con capital chino marcará el rumbo del país por décadas. El reto será asegurarse de que esos puentes y túneles no solo unan geografías, sino que también conectan con un desarrollo soberano, incluyente y verdaderamente sostenible

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