Una vez más, los bordes difusos entre la seguridad nacional y la legalidad en Colombia revelan una historia que parece sacada de una serie de espionaje político, pero con consecuencias tangibles para la credibilidad del Estado. Durante 55 días, Willington Henao Gutiérrez —alias El Mocho Olmedo, segundo al mando del Frente 33 de las disidencias de las FARC— fue resguardado por la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) en un hotel de Bogotá, sin que se diera aviso formal a la Fiscalía o se cumpliera con los protocolos judiciales de un capturado con orden de extradición. El episodio, ahora revelado por Noticias Caracol, ha generado un terremoto político y diplomático.
Las revelaciones son graves: El Mocho, requerido por delitos como narcotráfico y lavado de activos por la justicia de Estados Unidos, no fue trasladado al pabellón de extraditables de La Picota —como dictaría el procedimiento habitual—, sino alojado en condiciones desconocidas por más de siete semanas en la capital. La Corte Suprema de Justicia descubrió la irregularidad, y la reacción del Gobierno de EE. UU. no se hizo esperar: molestia, extrañeza, y, sobre todo, dudas sobre el compromiso colombiano con la cooperación judicial binacional.
En medio de este embrollo legal y diplomático, la Dirección Nacional de Inteligencia se refugia en un argumento que ha sido usado antes: razones de seguridad nacional. Jorge Arturo Lemus, director de la DNI, se negó a revelar el paradero del disidente a los funcionarios del CTI de la Fiscalía, alegando que divulgar dicha información comprometería operaciones sensibles. Lo que no explicó —y sigue sin aclararse— es cómo se justifica que un extraditable permanezca fuera del radar judicial por decisión exclusiva de una agencia administrativa.
Lo que comenzó como un aparente gesto de buena voluntad dentro del marco de la “paz total” —la inclusión de Henao como delegado en la mesa de diálogo en medio del conflicto en el Catatumbo— terminó convirtiéndose en una contradicción flagrante: ¿puede un disidente que ha sido designado como negociador ser simultáneamente protegido y buscado por la justicia internacional? La respuesta, hasta ahora, parece depender de quién tenga el control del expediente en ese momento.
El abogado de El Mocho, Daniel Piedrahíta, asegura que su cliente desconocía completamente que Estados Unidos lo requería. Sin embargo, esa afirmación contrasta con su historial dentro del Frente 33, una estructura profundamente vinculada al narcotráfico y al control de corredores estratégicos en la frontera con Venezuela. El manto de ingenuidad que ahora se intenta extender sobre su figura no se sostiene ante la gravedad de los cargos que pesan sobre él.
El episodio expone, además, una fractura preocupante en la coordinación entre las instituciones del Estado. La Fiscalía, que en teoría habría avalado el traslado del disidente para proteger su vida, ahora se enfrenta a un cuestionamiento institucional de alto calibre. ¿Se trató de un acuerdo tácito dentro del Ejecutivo, una jugada autónoma de la DNI, o una omisión deliberada para facilitar los acercamientos con el grupo armado?
Este tipo de situaciones no solo pone en entredicho la transparencia de las políticas de paz, sino que desgasta la relación del país con sus aliados estratégicos. Estados Unidos, principal socio en materia de cooperación judicial y antinarcóticos, no ve con buenos ojos que un solicitado por sus tribunales sea ocultado por el mismo Estado que debería estar facilitando su captura y extradición. La confianza es una moneda difícil de recuperar una vez se pierde.
Con el escándalo en pleno desarrollo, las explicaciones oficiales apenas comienzan. Pero el daño ya está hecho: la política de paz total queda nuevamente bajo sospecha, la Dirección Nacional de Inteligencia se enfrenta a su prueba más dura de legitimidad, y el país, una vez más, observa cómo el poder de la inteligencia opera en zonas grises donde la legalidad no siempre parece ser la prioridad.